Logotipo de Sopeña de Curueño

MOISÉS EL ERMITAÑO

Laureano González Getino (Bonn, marzo de 1979)

(1ª parte)

Le llamábamos Moisés el Ermitaño y vivía en pleno monte, en una cueva situada en lo alto del valle de Cuiciello que, anteriormente, y desde siempre, había estado habitada y que aún se la conoce con el nombre de la Cueva de la Abadesa. Desde su escondido nido y cuando el tiempo se lo permitía, Moisés el Ermitaño bajaba a recorrer los pueblos del valle del Curueño, del Porma y los de la collada que une la Vecilla con Boñar. Todos le apreciaban porque mientras contó con fuerzas en sus brazos, lo mismo cogía una hoz para ayudar a alguien a agavillar el trigo el centeno, que echaba manod e una horca o de un rastro para recoger la hierba. Luego compartía con toda sencillez, a la sombra de cualquier nogal, la merienda que le ofrecían los campesinos sin hacer ningún remilgo ni al queso, la cebolla, el chorizo o la hogaza de pan, lo mismo que dar, para mojarlo, un zaote de vez en cuando a la bota de vino.

Por otra parte, como Moisés el Ermitaño en sus continuos y largos contactos con la naturaleza había llegado a descubrir parte de los secretos curativos de las hierbas del monte, contaba con remedios de los que siempre traía provisión en su zurrón, lo mismo para enteladeras o bregones de las vacas que para los cólicos, mal de piedra en el vientre, escaldaduras, sarna, costras de la cabeza o calenturas de los enfermos. Por eso, se puede decir que las puertas de todos los vecindarios estaban abiertas para él, y en cualquier momento, aunque fuera entre gallos y medianoche. Con un sayo pardo, su larga barba blanca y su redonda calva, con el cuero curtido por todos los soles y todos los cierzos, las podría franquear con la seguridad de ser bien recibido. Pero, de las muchas cualidades que poseía el santo varón, la que más apreciaban todos era la de la parquedad de sus sermones. Moisés el Ermitaño nunca pasaba la cuenta a las gentes por sus muchas caridades con reconvenciones inoportunas, ni hablaba de castigos o de la ira de Dios. Moisés era como la brisa bajada del monte que refrescaba en pleno verano, acariciaba a todos y luego se marchaba, como había venido, sin haber sido llamado ni tampoco echado de ninguna puerta.

¿Desde cuándo vivía Moisés en lo alto de su retiro de la Cueva de la Abadesa? Esto era algo a lo que nadie sabría responder, porque tampoco a nadie se la había ocurrido nunca hacerse la pregunta. Todos tenían la vaga idea de que vivía desde siempre en el valle de Cuiciello, en donde, también desde siempre se había oído decir que había habido un pueblo, abandonado desde muy antiguo y nacido al abrigo de un monasterio de cenobitas. Recuerdo que, algunas tardes, nos esperaba a la salida de la escuela y todos los rapaces, con la pizarra y la Enciclopedia debajo del brazo, le acompañábamos hasta el plantío de la orilla del río en donde hacíamos un corro sentados en el suelo para oír las narraciones e historias que nos contaba. Casi siempre éstas versaban sobre costumbres y tradiciones de la tierra que tenían la virtud de hacer cabalgar nuestra imaginación hacia un pasado remoto, fieles a lo que con frecuencia nos repetía: "Como niños, encontraréis apasionante pensar en la casa del futuro y tenéis razón porque la vida no retrocede, ni se entretiene con el ayer. Pero para que esa casa no la tengáis que derribar al poco de levantarla tened en cuenta el pasado, para no repetir sus errores y esforzaos en conservar sus aciertos". También nos decía, señalando nuestros libros: "Aprended, si os parece, lo que os enseñan pero sin olvidar que todo lo que ahí se dice es un legado de vuestros mayores que han llegado hasta vosotros por medio de una cadena de conocimientos, muchos de cuyos eslabones han quedado enterrados y a vosotros os toca desenterrarlos, limpiarlos y volver a engancharlos en la cadena". De él aprendimos el origen de muchos de los nombres de los términos del lugar, en la mayoría de los casos comunes con otros de la zona, que según nos explicaba eran restos vivos de los idiomas hablados por los pueblos que los habían habitado, ya que la gente es poco dada a cambiarlos. Así nos decía que las fuentes o pozos del río denominados "Chanas" se remontaban a la creencia de los antepasados en las "Xanas" o espíritus femeninos acuáticos, responsables de las tormentas y que los celtas denominaban Lamias. Eran asimismo de origen celta las vegas que llevaban el nombre de "El Barco", los pastizales de la montaña denominadas "Brañas", las tierras pantanosas llamadas "Llamas", etc. Sin embargo "Caravedo" era reminiscencia de un pueblo anterior a los mismos celtas. La piedra de rayo, nos decía, que los pastores llevan en el zurrón como amuleto contra las centellas y que los antepasados creían que caía a la vez qu elos rayos, quedando enterrada bajo tierra, no son más que hachas neolíticas que fueron encontradas por sus poseedores casualmente.

Cuiciello es un valle alto y recogido, regado por un riachuelo, que en tiempos inmemoriales fue asiento de castros celtas, al abrigo de invasores inoportunos y prácticamente inexpugnable. Flanqueado todo él por altos cuetos, sus moradores subían a sus cumbres, precedidos por el sacerdote o gran druida para pedir al dios Lug remedio para los heridos y enfermos y la resurrección de los muertos. Y el gran druida, como el Moisés el Ermitaño de aquél tiempo, echaba mano de su caldera mágica de cobre en la que, por medio de largos ritos, obtenía el elixir de la vida que dotaba a todos de la invencibilidad ante el enemigo. Del dios Lug y de su caldera mágica aún queda el recuerdo en la desembocadura del valle, en Lugán, testimonio de su pasado céltico y legendario.

Una de aquéllas tardes que pasábamos en El Plantío escuchando embelesados a Moisés el Ermitaño, este nos dijo: "Sin embargo, la montaña sagrada por antonomasia de los contornos era el alto de Caravedo, en las proximidades de Candanedo, a donde acudían desde el valle del Porma, del de Curueño y de la collada de La Mata de la Riva a dar culto a Candamio, dios por excelencia de la guerra y de las batallas. Caravedo era asimismo el refugio y escondite de todos los "Reñuberos" de la zona, unos espíritus malvados que, mientras las "Xanas" daban de beber a las nubes aguas de las fuentes y de los pozos del río que ellas cuidaban, aquéllos bajaban del monte y las cargaban con truenos, relámpagos, granizo y centellas".

Era así como, poco a poco, nuestras mentes infantiles, gracias a los relatos de aquél hombre, iban entrando en contacto con un pasado oscuro y descubriendo los secretos que, aunque presentes en la memoria colectiva del pueblo nadie sino Moisés el Ermitaño sabía traducir a palabras.

Más arriba y en las cumbres de las peñas que escoltan al río Curueño en su descenso del puerto de Vegarada, los antepasados de la zona veneraban al Dios Coronus, una divinidad astral y guerrera a la que ofrecían en sacrificio sus mejores caballos, pequeños y vigorosos, imprescindibles para recorrer las pendientes laderas de sus abruptas montañas. Los caballos -nos contaba Moisés el Ermitaño- por su valor, eran para ellos animales sagrados y, tras sacrificarlos en honor al dios Coronus, bebían su sangre para que les transmitiera sus virtudes más características, como la resistencia, la dureza, la velocidad y el arrojo. En cuanto a la Cueva de la Abadesa, cobijo de Moisés el Ermitaño, estaba dedicada a la Gran Madre o diosa de la tierra, a cuya matriz fecunda y generosa acudían los habitantes de Cuiciello para hacerle ofrendas de asemillas y granos a cambio de su favor a la hora de la siembra y de la cosecha. La cueva, al igual que las de las montañas vecinas, había sido no solamente lugar de culto, por su mayor proximidad a las entrañas de la tierra, sino también habitación, granero y lugar de enterramiento en los tiempos prehistóricos.

Como resumen de todos aquellos lugares de culto, muestra de la religiosidad de sus usuarios, Moisés el Ermitaño sacaba las siguientes conclusiones de sus doctas explicaciones: "Aquellos primitivos, cuya precaria subsistencia tanto pendía de la cólera de sus enemigos levantados en armas, como del capricho de unas nubes que lo mismo negaban la lluvia en tiempo oportuno que, inoportunamente, abrían sus compuertas para anegarlo todo, se habían fabricado un Olimpo de dioses cada cual con su especialidad".

Con el correr el tiempo y llegado el cristianismo a la región, el valle de Cuiciello pasaría a ser asiento de anacoretas llegados desde las tierras bajas y visigóticas del sur, dispuestos a bautizar los ritos del pasado y a sustituir los viejos dioses guerreros, genios, ninfas, chanas y fuerzas ocultas de la naturaleza por el culto a los santos de la Iglesia Católica.