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EL TÍO BERNARDO Y EL VALLE DE CIÑERA

Jesús Díez Fernández

La columna vertebral en el Valle de Ciñera era el reguero, siempre con agua cristalina y abundante. Por aquellos años en que yo fui niño, el reguero estaba poblado de peces, truchas y cangrejos autóctonos, ¡algo increíble ahora! Había armonia en el entorno, especies de flora y fauna abundante, debido al respeto y convivencia de los labradores con la naturaleza y la tierra trabajada. Para los niños que vivíamos en Sopeña al final de la década de los años cincuenta, el ir con las vecas para Ciñera podía tener sus inconvenientes: los prados y praderas donde pastaba el ganado estaban alejados del pueblo más de lo habitual, por lo tanto había que madrugar más, teníamos un largo camino que recorrer arreando las vacas. A pesar de ello, para mí siempre fue, entre todos los lugares a los que había que conducir el ganado, el preferido, un espacio que conformó mi niñez rural y que me trae los recuerdos más gratificantes. Creo que lo que mitigaba la dureza de alejarse del pueblo, de subir con el ganado por un camino largo, a tramos polvoriento, entre los montes de La Solana y El Abesedo, era siempre una certeza: el saber que desde muy temprano el valle estaba poblado de vida, con gentes, mujeres y hombres faenando, excavando las tierras robadas en muchos casos al monte donde se cultivaban todos los cereales, avena, centeno, trigo, garbanzos, lentejas, etc.

También a lo largo del Valle de Ciñera, desde las primeras horas del día, aquí y allá, los niños de mi edad ciudaban de que las vacas no rompieran las sebes con los cuernos, que no las escolbillaran y, de esa forma, después pudieran saltar para otros prados vecinos. Sólo al oscurecer, a la vola del sol, surgía en mí una sensación de soledad profunda, y a veces tenía miedo. Salían del espesor del monte sonidos extraños, que nuestra mentalidad infantil unía con historias o leyendas que habíamos oído contar muchas veces en hilorios invernales, sentados junto a la hornilla y los pucheros de la cena: la vieja del monte, los sacauntos, el tío del saco, los huidos que bajaban a por comida al pueblo. Eran simples ruidos de animales: lobos, jabalíes, garduñas, mostaliellas, corzos, que al atardecer salían de sus guaridas entre las sebes, o la espesura de los robledales, bajaban hasta el reguero a saciar su sed o el hambre en los cultivos.

Entre los muchos vecinos que podría nombrar, los que más recuerdo como asiduos subiendo el ganado para los prados de Ciñera, eran, el tio Marcelino, Manuel Getino, Abel, mi abuelo Epifanio y el tío Bernardo. Cuando mis padres, antes de soltar las vacas atadas con la cadena a los postes del pesebre, me anunciaban -supongo que para darme ánimos-, que habian visto al tío Bernardo muy temprano ir al puente allá arreando las vacas hacia el Valle de Ciñera, a mí no me importaba tener que madrugar más, ni andar el largo camino cuatro veces al día. Su compañía siempre me resultaba protectora y a la vez muy grata para poder tener una conversación amena y nutrida de enseñanzas.

Un ejemplo de ello podría ser el recuerdo de aquella mañana de agosto, no sé con exactitud si del año 1959 o 1960. Yo era un niño de siete, ocho años, subía el camino arriba arreando las vacas, iba más bien tarde pues el sol ya casi era una molestia para los animales. El tío Bernardo me esperaba frente a su pradera. Se había apartado hacia un lado del camino, a la sombra de la traldera con robles y urces, al empezar a subir la carrilera que da acceso a las tierras de Fuente Lagarto.

- Pero, ¡rapacín! Qué horas son estas de subir las vacas al prao. Cuando des cuenta, el sol va a picar con fuerza. Las vacas empezaran a levantar el rabo y a moscar y tienes que arrear pa casa antes de que llenen la andorga.

Tenía razón el tío Bernardo, pero yo me evadí de su amonestación y le contesté con una pregunta:

- Tío Bernardo, ¿podríamos subir hoy hasta Las Vegas, a la Parra? Quiere mi madre que le baje unos manojos de té y algo de orégano, sólo si está florido. Ya sabe, para echar en el adobo cuando hagamos los chorizos, por la matanza del gocho.

- Mejor vamos a dejarlo para mañana... Supongo rapad, que hoy antes de salir de casa les habrás dejado a las vacas unas cepas escachadas en los pesebres, mezcladas con harina de salvado, algo de sal y alfalfa. Eso es la ceba que yo les pongo a las mías, cuando las traigo para la pradera de Ciñera. ¡Luego se queja el lechero de Garrafe! Me dice, que los señortidos de la capital que toman esta leche, alegan que les sabe a flores de urz. ¡Será por lo de las cepas escachadas en los pesebres! Digo yo.

Ese mismo día, al no ser ya una hora propicia para subir al monte a por té y orégano, aprovechamos y nos guarecimos del sol del verano, en un chozo con el techo de ramas de escobas que él había hecho a la vera del camino, en su pradera. Ese dia fue también cuando recogí escrito a lápiz en una libreta y de su viva voz, la sonoridad de un lenguaje de nombres ancestrales. Con ellos fueron inventando nuestros antepasados la serenidad de un esfuerzo y una vida en común, a base de bautizar los mones y los valles que conforman las tierras y un paisaje del que ellos y nosotros seguimos formando parte. Nombres que encierran nuestra identidad y encienden los cuatro puntos cardinales, por los que se movieron con trabajos y días varias generaciones. Nombres propios que han dado significado a las cuatro estaciones en que Sopeña de Curueño existió y debe seguir existiendo. Vamos a transmitirlos como el viento, vamos a cantarlos y al nombrarlos alejaremos esas posibles agresiones que quieren imponernos, las del olvido o las de la sinrazón de autopistas eléctricas atravesando nuestros montes, tierras y valles, nuestros pueblos.

Nombres de tierras y prados al oriente: La Vega Sopeña, El Robledo, La Retoria, El Pical, La Biliella, Los Adiles, La Pedrosa, Los Negrillos, La Zarza, el Resno, la Viña, La Llama, La Cigüeña, El Coto, El Barco, El Prao de la Era, El Plantío, El Soto Marta, La Llamosa, La Cibriana, El Ribero, Los Trigales, El Soto, La Polla.

Nombres de tierras y prados al poniente: La Granja, La Barrera, Parazuelo, El Pisón, Praos del Molino, Las Eras de Arriba, San Roque, El Prao Redondo, La Vegaláspera, Cantalarrana, Los Obispos, La Oraca, El Matón, Los Quiñones, Mariblanca, El Ciento, La Tapinera, El Charcón, Las Vallinas, El Harto, Las Canales.

Nombres de los montes al oriente: El Montorio, El Casar, Vallina de la Llama, Los Riscos, La Cuesta, Valseco, La Tobal, Gamarón, Barralón, Torbicestos, Solanalengua, La Cota, El Vallino, Valdelafuente, Valle de la Cota, Monteoscuro, Carrozal, El Escaldar, Vallina de Valdelafuente, Las Encinales, Valdeviñas, Valdegafonso, La Vallina de la Pradera, Vallina de la Raya, Valderozas, Piñuelo, Perdido, La Tambasca, El Violar, La Lomba, Los Trinchiles, Comuñas, San Tirso, La Mata de la Folluda, Valle de Cuiciello, Vallina de la Aranda, Vallegrande, Vallina de San Román, Vallina del Troncón, Vallina de la Casa, Vallina de la Iglesia, Valdecerezales, Vallina del Bardal, VAllina del Morquero, Vallina del Pozo, Valdegallinas.

Nombres de montes al oriente - Monte de Carabedo (Mestidumbre de 8 pueblos): El Pedroso, El Manzanalon, Vallina del Escribano, Vallina del Agua, Valdepraos, Valdepraines, Los Copetones, La Vallina Honda, Las Raposeras, Los Bedules, La Portilla, La Grameta, La Cueva de la Abadesa.

Nombres de montes al poniente: Valle de Ciñera, La Solana, Valdiárbaro, Fuente Lagarto, San Adrián, Fuente Lobo, La Parra, La Pelona, El Tallar, Vallina del Enguilón, Vallina de los Ramos, Vallina de la Pradera, El Canto de los Morquerines, Vallina de la Cota, Vallina del Pozo, Vallina Derecha, Vallina Grande, Las Cabezeras, Los Bragos, Valdefrera, El Abesedo, Vallina Honda, Vallina del Sestil, Vallina del Escobar, Vadecida, Las Casiellas, El Jugadero Mataforca, Valdemorín, La Cotica, Premejil.

Nombres de tranqujes y puertos en el río Curueño, con los que se regaba en Sopeña: El Puerto del Caño, La Rionda, Los Molinos, La Granja, La Llamosa.

¡Gracias, tío Bernardo! por este legado que fui escuchando de ti, aquella mañana en que ya era tarde para subir al monte a coger té y orégano. Te hice caso, cuando al osucrecer bajé del Valle de Ciñera arreando las vacas; siguiendo tu consejo, de ceba les escaché en los pesebres unas cepas de urz, rociadas con un poco de sal, harina de salvado y alfalfa. Y mientras mis padres ordeñaban las vacas, yo de pie en medio de la cuadra les iba leyendo a la luz de un farol de aceite colgado de una vieja viga, lo que podría ser el título de mi primer poema: ¡Cultivad los nombres! que no nos pisoteen la memoria. ¡Cultivad los nombres!